Desde que en la Edad Media aquella compilación árabe, probablemente traducida de una versión anterior persa, adoptó su nombre actual, Alf Layla wa-Layla -literalmente “mil noches y una noche”, expresando la idea de un número transfinito, ya que 1.000 representaba la infinidad conceptual para los matemáticos árabes-, esta cifra parece haberse consolidado en el repertorio de los cuentos de las 1.001 experiencias imperdibles que han de dar sentido a nuestras vidas: 1001 películas que hay que haber visto antes de morir, 1001 discos que hay que haber escuchado antes de morir, 1001 lugares que hay que haber visitado antes de morir, 1001 libros que hay que haber leído antes de morir… Hace tan sólo una semana, Paul Gravett presentaba en Madrid su antología “1001 cómics que hay que leer antes de morir”
Cuando se trata de asuntos más serios, el reinado del número 10 es indiscutible.
Desde que Moisés recibiera los diez mandamientos, pasando por los decálogos de buenas prácticas para construir un mundo mejor o conseguir un planeta más saludable que toda organización que se precie ha de proponer, llegamos a Mike Davis, que después de haberse prometido a sí mismo “que nunca se convertiría en un viejo imbécil con lecciones que transmitir”, nos plantea en base a su experiencia “Los diez mandamientos del perfecto militante”.
Pero quizá sea ya el momento de alejarnos de propuestas normativas simplificadas y asumir la complejidad inherente al intento de tratar conectar nuestras preocupaciones con el mundo.
En una entrevista reciente, John Berger citaba a Tom Waits: “cuando uno escribe una canción, la idea es construir un camino por el que alguien más pueda circular alguna vez”. Una primera apreciación: para crear caminos por los que se pueda seguir circulando, probablemente nos veremos en la necesidad de crear otro vocabulario, redefinir ciertos términos, como “desarrollo” o “democracia”, que por el modo en el que se utilizan han perdido totalmente su sentido.
En su último libro, “Con la esperanza entre los dientes”, Berger habla de una alternativa, “porque los tiempos no deberían ser de barbarie”; nos recuerda que “la esperanza tiene un corazón generoso, es una respuesta en la oscuridad y puede nacer justo cuando todo parece perdido”. Junto con compartir lo escaso, compartir las decisiones es un acto político. Devenir, transformarnos, implica aspirar a algo que aparentemente no es inmediato. Berger nos invita a vivir el presente, y nuestras relaciones, de un modo muy diferente al que nos propone la visión que del mundo se implanta por todas partes: podemos resistirla.
“Resistimos, sobre todo cuando nos negamos a juzgarnos con los criterios de nuestros opresores. Cuando rechazamos los valores de la manipulación. Cuando rechazamos no sólo los términos de nuestros opresores sino la historia como ellos la cuentan. Debemos recordar que la peor ocupación es tener invadidos el espíritu y el pensamiento”.
Frente a las propuestas normativas, una necesidad imperiosa: recuperar la complejidad de lo existente y reavivar nuestra imaginación para reconectar con el mundo, en la búsqueda de propuestas de contenido para ese futuro posible.